La muerte roja

El año pasado, sin ir más lejos, Roger Corman fue ovacionado en Cannes. No tanto por todos los autocines que llenó de cavernícolas con tupé y de insectos gigantes –era el rey de la serie B– como por las ocho adaptaciones de Edgar Allan Poe con las que se ganó a la crítica. En 1960, tenía que rodar otra doble sesión de terror barato en blanco y negro, pero le vino a la mente La caída de la casa Usher , un relato que le perseguía desde el instituto. No fue fácil convencer a los productores, más cuando la quería hacer en color y en scope . Uno de ellos objetó: “No hay monstruo”. Pero Corman contestó: “La casa es el monstruo”. Y así logró uno de los mayores éxitos de su carrera. En parte gracias a la teatralidad del guion de Richard Matheson; al porte distinguido de Vincent Price, o al rojo de su batín, puesto en valor por el director de fotografía Floyd Crosby, amén de un considerable dispendio en niebla artificial. La película tenía que rodarse en estudio, porque, para Corman, Poe hablaba de las brumas del inconsciente, nada muy del mundo exterior.La fórmula se repitió, con variaciones: La obsesión fue la de Ray Milland; El cuervo tenía a Boris Karloff, y El palacio de los espíritus era más Lovecraft que Poe. La máscara de la muerte roja fue la mejor, una obra maestra de terror gótico, donde destaca el uso psicodélico de los colores por Nicolas Roeg, director de fotografía, y la inquietante sensación de estancamiento en otra película de interiores y ambiente enrarecido. Esta vez, la muerte se había sumado al baile.

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