Postal desde Hoi An, la ciudad de los farolillos

Serendipias

Postal desde Hoi An, la ciudad de los farolillos
Alberto Piernas

Querido Tú:

Tras varios días de oscuridad, he llegado a Hoi An, un pueblo de Vietnam famoso por los cientos de farolillos que cada noche se encienden en su casco antiguo. De hecho, me encuentro en una casita a las afueras del pueblo donde siempre luce un farolillo de tela verde que a veces no se enciende. Paso las noches mirando por la ventana al hijo de la familia Nguyen, quien suele jugar con las luciérnagas entre sus dedos. No recuerdo su nombre, así que le llamaré Thahn, como el niño que, según cuenta la leyenda, recopiló todos los colores de la naturaleza para entregarlos a este pueblo nacido en blanco y negro. ¿Acaso podía estar en un sitio más apropiado?

Mi rutina es sencilla: me levanto y escribo, tomo un cao lầu -un rico guiso con fideos, galletas de arroz con sésamo y carne de cerdo-, me pierdo por un mercado apestado por el aroma del durian y tomo una cerveza junto al río Thu Bon. A mi alrededor, las fachadas de influencias francesas, chinas y japonesas conversan entre ellas de antiguos hitos comerciales mientras los farolillos esperan su momento para brillar. Hay bullicio, algo tiembla, quizás sea el chua cau, un antiguo monstruo oculto bajo el continente y cuya cabeza reposa en Japón, su cola en la India y su espalda en Hoi An. Quizás sea ese susurro placentero que me estremece cuando acepto que estoy solo y lejos.

En las calles suena 'Las Cuatro Estaciones' a través de un altavoz y los turistas toman coconut coffee en grandes vasos de cristal

Alrededor de las siete de la tarde todo se convierte en un festival de luces que habría encantado a Alicia rumbo al País de las Maravillas. En las calles suena Las Cuatro Estaciones de Vivaldi a través de un altavoz, los turistas toman coconut coffee en grandes vasos de cristal y, en el río, los colores se reflejan en forma de postales como la que te envío.

Hay un barco lleno de farolillos atracado en el puerto. Nace en mí el impulso de continuar río abajo, lanzar cosas, apegos y fantasmas por la borda hasta volverlo más ligero. Veo el mar en el horizonte, interrumpo el silencio de la selva, cierro los ojos mientras la luna se acerca, me envuelve y floto. En ese segundo, un loto se abre, tú pierdes una vida en la Nintendo y alguien vuelve cabizbajo tras una despedida en el aeropuerto. Podría atravesar los manglares que envuelven el pueblo, llegar a las playas de An Bang o Cua Dai, o incluso a la aldea mural de Tam Thanh. Pero eso será mañana, cuando la ciudad despierte entre brotes de espinaca rau muống, ruidos de motos y cucharas hundidas en sopas.

Barco llenos de farolillos en el puerto de Hoi An

Barcos llenos de farolillos en el puerto de Hoi An

Alberto Piernas

Junto al embarcadero, una mujer ha lanzado una linterna de papel cuya vela interior vuelve púrpura todo el río. Vuelvo cruzando el famoso puente japonés, se ven pollos sueltos en el patio del templo Ba Mu, me sumerjo en la oscuridad, un último destello naranja. Créeme, Hoi An nunca me suelta. Tras dejar atrás el arrozal que envuelve la casa de los Nguyen, entro al cuarto a escribir y veo al niño jugando bajo los cocoteros. En algún momento, el farolillo verde se ha apagado del todo, pero no importa. Su interior se ha llenado de luciérnagas.

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